jueves, 8 de agosto de 2013

Ellas.

Ella se sentó junto a la chica que no sabía bien que posición ocupaba en el mundo. A Ana le gustaba tomar té negro, leer cuentos cuentos y los elefantes. A Sofía le gustaba el agua de limón, las revistas de moda y el sexo rudo.

Durante un tiempo Ana pensó en suicidarse, tenía miedo de su destino,había tenido tan mala suerte que pensó que más bien su destino era convertirse en una suicida absurda, nunca le dijo a nadie porque no quería que pensarán que estaba jugando al existencialismo tan falso de estas épocas. Ana decidió aplazar su suicido un poco más, pensó que quizá debía estudiar una carrera para distraerse un poco, entró a la universidad y se graduó como una alumna promedio, como toda su vida, promedia.

Y viviendo esa vida tan común, se acomodó a la mediocridad, se acomodó a los golpes visuales de las películas que veía y se adaptó a los pianos jazzeros que le contaban historias menos promedias, historias sinceras que la dejaban entender que quizá su destino suicida podía aplazarse todavía un poquito más. La madre de Ana le dijo un día "Ana, cuando eras niña te gustaba jugar mucho y te veías tan contenta que me preocupas mucho, yo sé que las cosas no han marchado bien ahora, pero ¿por qué no jugamos a ser felices?". Esa noche Ana lloró hasta quedarse dormida.

Paso un año o menos, quién sabe. "Se solicita empleado; mujer, de 20 - 30 años, sin experiencia, excelente presentación, informes al: 55 19 68 09"

Llamó. La citaron. Si de algo no dudaba Ana, era sobre su "excelente presentación" sabía ocultar muy bien sus ganas de morir. La contrataron ese mismo día. Sonrío y escribió en su libreta "Hoy estoy muy contenta". Y si, ese día era una felicidad promedia.

Sofía llegó y se acomodó en el sitio libre junto a Ana, le sonrío y le preguntó que si necesitaba algo, Ana pensó "Si, necesito muchas cosas" y contestó "No, muchas gracias, estoy aprendiendo". No se cayeron muy bien al principio, cada una pensaba que era mejor que la otra, miraron sus zapatos, sus peinados, sus pestañas, sus senos, sus piernas, sus sonrisas. Se juzgaron mientras se aprendían a querer por la distancia. Porque era una distancia abismal entre ellas.

Pasaron unas cuantas semanas y cada una trabaja sin dirigirse la palabra, si acaso un "Me avisaron que hay que entregar el reporte semanal, ¿cómo lo hiciste?" o un "Me duele mucho la cabeza, ¿tendrás una aspirina". Y esa distancia tan hermosa era cada vez más cercana.

Ana llegó a su casa habituándose a la rutina de su nuevo empleo, a nadie le contó sobre él, quería que fuera algo suyo, sólo suyo. Se apropió de esa vida laboral ya que no podía apropiarse de la suya y le gustaba jugar al éxito y a los tacones. Se fue a su recámara y se percató que no tenía con quién platicar, que ya estaba harta de sus ligues facebookeros, que ya no quería que le hablaran por su "buena presentación" que ya no quería ser una persona tan promedio, que moría de ganas de desnudarse y salir a la calle para que la gente le aplaudiera esa valentía de saberse como cuerpo. Se emocionó con la idea, aplazó su suicidio unos años más, se quitó la ropa, se miro al espejo, se masturbó y se durmió pensando en el reporte semanal que debía entregar al día siguiente.

Sofía no tenía pasado, o al menos eso pensaban los demás. Sofía llegaba todos los días a la oficina con una gran sonrisa, las uñas pintadas y su agua de limón. Saludaba a los colegas y se sentaba a hojear su revista. Cuando llegaba Ana, la guardaba para que no viera que no estuviera trabajando y encendía su computadora. Y así fue meses enteros, meses de cordialidad, meses de distancia, meses de vivir un juego de rutinas y sonrisas y perfumes baratos, meses de indiferencia.

Sofía renunció. Ana se suicidó.